jueves, diciembre 13

tergiversaciones

Ella, él y yo. Sentados en una mesa, en un lugar al aire libre de esta ciudad calurosa, nochera y llena de sorpresas. Conversamos de todo y de nada, pero sobre todo de nuestras aventuras y desventuras. Somos amigos ya hace varios años, nos sabemos idas y venidas.

Ella, en busca del hombre de su vida, que me imagino, tiene que ser inteligente, relativamente simpático y muy coherente en sus acciones, y por eso no lo encuentra (y no sé si lo encontrará).

Él, metido en rollos con su pareja (hombre) de hace tres años y medio, se quieren y adoran, pero es no disminuye sus diferencias y controversias cotidianas.

Yo, pues ya saben, siempre en busca de aventuras casuales (aunque a veces implicantes) que siempre son imprecisas y a veces improbables, pero se dan.

Sentados nos damos cuenta que viene un grupo de hombres, tres. Jóvenes, guapos y en su punto. Miran hacia nuestra mesa, automáticamente. Pero sólo uno de ellos detiene un poco más la mirada y repara en alguien que no puedo definir. Me entra curiosidad. Insisto, discretamente, con la mirada. Él y ella me llaman la atención. Los ignoro. De la otra mesa, la mirada me responde. Son segundos. Esboza una sonrisa (inclusive pícara, concluyo).

De repente todo se vuelca. La mirada regresa, pero es intolerante, seca (inclusive cruel, concluyo). Risas agresivas, comentarios soeces. Él y ella me miran con reproche. Tienen razón. No supe interpretar el lenguaje (esta vez).

Una buena retirada, es lo mejor.

sábado, diciembre 8

en espera

De hecho uno nunca sabe lo que se puede encontrar mientras va caminando por la calle, o subiendo a un micro, o comprando en el supermercado, o tomando una taza de café, en algún lugar de esta ciudad. Y esta última situación fue la más fortuita, esta vez.

Mientras tomaba la taza de café sentí que había una mirada estacionada sobre mí. Me di la vuelta y no me equivoqué. Provenía de unos ojos marrones, de un rostro simpático, moreno y provocativo; de un cuerpo razonablemente bello, varonil y armonioso. Me sonrió, le respondí; y de manera natural estaba sentado en mi mesa. No me sorprendí.

Conversamos de muchas cosas. Fue un juego de seducción discreta, varonil pero intensa. En algún momento, se pusieron las cartas sobre la mesa, y decidimos proceder, puesto que ambos estábamos con el mismo deseo conocido (mezcla de curiosidad y necesidad imperativa).

Botón a botón, prenda a prenda, cada resguardo de cuerpo quedó al desnudo. Y las bocas se juntaron lentas, sin desesperación (juego húmedo cada vez más intenso), y los dedos recorrieron cada extensión de piel (sinuoso, atrevido, fuerte y suave a la vez) y nos dejamos llevar en el vaivén delicioso. Exquisito ritmo de entradas y salidas, suspiros y jadeos, ímpetu y pasividad.

Las horas pasaron sin darnos cuenta. No recuerdo las veces que fuimos juntos en busca de placer. Pero sí la terrible pregunta: ¿lo volveré a ver? [inevitable, después de tanta química y goce desplegado]. Todo tiene un principio y un final. Así es.

Han pasado tres días. Aun miro el celular. Aun espero… con la taza de café.