Ella, él y yo. Sentados en una mesa, en un lugar al aire libre de esta ciudad calurosa, nochera y llena de sorpresas. Conversamos de todo y de nada, pero sobre todo de nuestras aventuras y desventuras. Somos amigos ya hace varios años, nos sabemos idas y venidas.
Ella, en busca del hombre de su vida, que me imagino, tiene que ser inteligente, relativamente simpático y muy coherente en sus acciones, y por eso no lo encuentra (y no sé si lo encontrará).
Él, metido en rollos con su pareja (hombre) de hace tres años y medio, se quieren y adoran, pero es no disminuye sus diferencias y controversias cotidianas.
Yo, pues ya saben, siempre en busca de aventuras casuales (aunque a veces implicantes) que siempre son imprecisas y a veces improbables, pero se dan.
Sentados nos damos cuenta que viene un grupo de hombres, tres. Jóvenes, guapos y en su punto. Miran hacia nuestra mesa, automáticamente. Pero sólo uno de ellos detiene un poco más la mirada y repara en alguien que no puedo definir. Me entra curiosidad. Insisto, discretamente, con la mirada. Él y ella me llaman la atención. Los ignoro. De la otra mesa, la mirada me responde. Son segundos. Esboza una sonrisa (inclusive pícara, concluyo).
De repente todo se vuelca. La mirada regresa, pero es intolerante, seca (inclusive cruel, concluyo). Risas agresivas, comentarios soeces. Él y ella me miran con reproche. Tienen razón. No supe interpretar el lenguaje (esta vez).
Una buena retirada, es lo mejor.